viernes, 25 de abril de 2014

La mirada y el miedo

Mirar perlocutor

En ocasiones intentamos hacer 'magia' con la mirada, persuadir, enternecer, disuadir, amenazar o preguntar. La expresión de la cara puede ayudar mucho a interpretar estas distintas intenciones de provocar un efecto. Pero es que también podemos desear y pretender que a través de la mirada ese deseo se apodere del otro.
Tenemos el anhelo que algo se haga como resultado de la intensidad ferviente de nuestra mirada, fé en que se nos comprende de forma transparente, ilusión de que el que mira mirar. mira la mismo que el que mira, y se siente impelido a sentir el mismo deseo, ejecutarlo como si fuera propio.
También utilizamos la mirada como una señal de sincronía, de acuerdo armónico, procurando creer que no sólo la mirada atraviesa el alma de nuestro prójimo sino que por el agujero se van todos los efluvios que podrían manchar un momento de satisfacción, amor o embeleso.
La mirada, puestos a abusar de su magia, también podríamos especular que es capaz de hacer mal, de provocar mala suerte, como si es forma malévola de posar la vista contagiara con mal de ojo al mirado, que se vería así arrastrado a las peores desgracias sin tener nosotros que provocar trabajosamente su caía.
Es digna de recordar la mirada que podríamos llamar 'sancionadora' del adivinar al que sometemos al otro, persiguiendo distintas hipótesis de lo que nos sucede, del porqué de los humores que ciertos acontecimientos han producido en nosotros y qué deseamos que se haga. Mientras miramos abstrusamente a ningún punto en especial de la lejanía el otro urja las distintas posibilidades una a una. Cuando finalmente ha adivinado -por supuesto el trabajo debe siempre ir a cargo del que ha cometido un error u ofensa que parece no saber cual es- el mirador deja de mirar y interviene graciosamente, con fingida displaciencia, para perdonar las ofensas supuestamente confesadas o los errores supuestamente reconocidos.
En estas distintas posibilidades se huye de la palabra como si la palabra más que arreglar estropeara las cosas, o más que aclarar confundiera, y con esa atribuida perversión del lo hablado (¡se miente tanto después de todo!) se huye a la mirada como alternativa más segura de conseguir las mismas cosas que parecen producir toneladas de palabras y afanes en los demás.

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